
Por: Lionel Villanca García
Desde tiempos remotos es sabido que los grupos humanos han estado constantemente moviéndose de un lugar a otro. Si nos remontamos a la historia, en el momento que aparece el primer hombre como tal, desde las teorías evolutivas o desde las sagradas escrituras de una u otra religión, encontramos que se pone acento en los desplazamientos que el hombre tuvo que realizar con el fin de sobrevivir. Moverse o migrar es un acto vital y es parte de nuestra naturaleza humana. Los desplazamientos han continuado durante toda nuestra existencia como especie y el propósito no ha cambiado.
En la actualidad, somos testigos de los millones de personas que se trasladan en todo el mundo, huyendo de guerras, del hambre, de persecuciones o de crisis generalizadas que aquejan a sus lugares de origen. En los últimos cuatro años, el Perú ha estado recibiendo miles de inmigrantes venezolanos, quienes se desplazan motivados por nuevas oportunidades, habiendo dejado atrás un contexto adverso.
Los inmigrantes venezolanos que logran ingresar al Perú afrontan vicisitudes muy duras durante el viaje, desde xenofobia hasta exponerse a las redes de explotación y trata. O peor, la muerte. Al llegar a su destino final, deben ponerse al corriente para regularizar su situación, de lo contrario no pueden acceder a servicios básicos como salud y educación.
En un mundo donde cada vez más el goce de derechos se ajusta a la capacidad adquisitiva, resulta muchas veces irónico e irreal que quienes cargan con pobreza y desplazamiento forzado, sean capaces de ejercer y defender cabalmente sus derechos. Tener que migrar en tales condiciones es una hazaña. ¿Quién debe velar por estas personas? ¿Acaso no basta con hacer efectivos sus derechos? ¿Cómo garantizar paz sin ejercicio de derechos?
Estamos destinados a movernos, pero migrar sin dinero, nos hace “clandestinos”. No deslegitimemos nuestro instinto de supervivencia y nuestra búsqueda de mejores oportunidades.